Es imposible detener el papel en su vuelo,
porque se propaga por todos lados con la rapidez del relámpago.
En el principio era la inflación. Hablo del principio verdadero, unos 13 mil 800 millones de años atrás. Según el físico Alan Guth, el Big Bang habría dado lugar entonces al paroxismo orgásmico de una expansión exponencial, ultrarrápida —una billonésima de segundo—, capaz de crear de manera instantánea toda la materia y la energía del universo. A ese proceso fenomenal, Guth lo bautizó inflación cósmica. Más tarde algunos discípulos retomaron la hipótesis y —quizá necesitados de héroes, como buenos norteamericanos— llegaron a identificar la partícula elemental involucrada en la epopeya: el inflatón. Terminaba la década del 70, y acaso la época explique en parte por qué la ciencia cosmológica, siempre tan pródiga en nociones llamativas, recurriera a la jerga más bien apagada de la economía para describir la conmoción inaugural del universo, reduciéndola a ser el doble de un trastorno monetario. En 1979, como lo habían hecho a lo largo de toda la década, los precios en Estados Unidos habían subido hasta un 12 por ciento —una libertad que no se tomaban desde la Segunda Guerra—, indiferentes a la enérgica ofensiva lanzada por el gobierno para controlarlos.
Cinco años antes de que el Gran Desenfreno Originario de Guth tomara estado público, el presidente Gerald Ford, famoso (Lyndon B. Johnson dixit) por su «incapacidad para caminar y mascar chicle al mismo tiempo», había declarado a la inflación el «enemigo público número uno» y exhortado a combatirla «con la movilización total de los principales recursos» del país. Tiempos de intensa actividad metafórica: la ciencia usaba flagelos monetarios para nombrar exabruptos del cosmos y los presidentes jergas policiales o militares para perseguir desarreglos de la economía. Lo cierto es que en los años 70 —allá lejos y hace tiempo y allá arriba, en el cosmos, aquí cerca y ahora y aquí abajo, en la tierra—, la inflación estaba en boca de todo el mundo. «Será la última vez», aseguraron Paul Volcker y su gang a principios de los años 80, cuando la derrotaron. Lo fue para ellos, en efecto; hasta hace dos años, cuando los precios del llamado mundo desarrollado, luego de más de cuatro décadas de letargo, saltaron de la cama y recayeron en el vicio del que, al parecer, nunca se curan del todo: subir.
Cuestión de reflejos
Para alguien como yo, que viene de la Argentina —un país que sobrevivió a tres hiperinflaciones en 50 años y hoy, con una suba anual del 140 por ciento, acaso se encamine a la cuarta—, la variación de precios que aflige al primer mundo desde la primavera de 2021 no puede sino hacer sonreír. Después de todo, el diez por ciento de inflación que Alemania y sus pares racionan civilizadamente a lo largo de un año, naciones más voraces como la Argentina, Venezuela o Zimbabue lo agotan en un mes. Me acuerdo del impacto que sentí el día que se declaró la pandemia en Berlín, cuando, poco después de que la noticia ganara las primeras planas de los medios, las góndolas de papel higiénico, aceite y fideos estaban ya casi vacías.
Dado lo poco que se sabía entonces sobre la peste, la reacción me sonó desmedida, como una sobreactuación o un mecanismo de defensa automático, dictado por uno de esos cursos de capacitación que toman los alemanes para lidiar con el fantasma de la contingencia. La misma sensación me asaltó dos años después, cuando Putin invadió Ucrania y al papel, el aceite y la pasta, otra vez en falta, se había agregado una nueva provisión vital, el gas, cuyo precio —se daba por sentado— no tardaría en escalar. A fines de febrero me tocó visitar dos o tres casas de familias alemanas. Llevábamos una semana de guerra, no había datos ciertos sobre la nueva cotización del gas. Encontré la misma sobria amabilidad de siempre, solo que más abrigada: en todas las casas habían optado por cancelar la calefacción.
La respuesta era preventiva, por supuesto. Pero precisamente eso era lo desconcertante para mí, que había nacido y vivido en una sociedad que ignora cómo anticiparse a sí misma. La atribuí a una vaga expertise en supervivencia acopiada durante la guerra, una de cuyas consignas debía alentar la transformación de los padecimientos en cautelas. En términos estrictamente cronológicos, la precaución alemana llegaba tarde, cuando ya los dos procesos temidos (la pandemia, la guerra), así como sus consecuencias inflacionarias, estaban en marcha y eran irreversibles. Pero era la que menos tarde llegaba, y esa voluntad de actuar de inmediato, de acortar al máximo el tiempo irreversiblemente perdido, no podía no impresionarme.
En Argentina, después de todo, siempre es demasiado tarde. El desastre sucede y no hay más remedio que ser sus contemporáneos, porque siempre estamos hundidos en él. Anticipar, prevenir, son operaciones insólitas, misteriosas o incluso (si nos ponemos sarcásticos) fantasiosas, propias de sociedades que cultivan la ilusión de tener el tiempo bajo control. Y quien solo puede ser contemporáneo de su propio desastre ha renunciado al control, a todo control posible. Esta condición extraña, mezcla de karma, resiliencia empedernida y necedad, es quizá una de las secuelas más persistentes que deja una larga convivencia con la inflación.
Del taxista al vendedor de diarios, pasando por el doctor en economía egresado de Harvard o Chicago, en la Argentina todos dictan cátedra sobre precios, todos son expertos en aberraciones monetarias, pero nadie es capaz de recordar cuándo empezó la inflación. Al revés que en el cosmos según Guth, no hay episodios inaugurales, no hay disparadores, nada que permita decir: aquel día nuestro dinero empezó a derretirse. (El verbo es de Stefan Zweig, que lo usa en su autobiografía para evocar la hiperinflación alemana de 1923).
Es más fácil recordar cuándo fue la última vez que vivimos sin inflación: en los años 90 —que hoy empiezan a ser reivindicados—, década de la famosa convertibilidad, la ficción neoliberal que logró imponer la idea de que un peso argentino equivalía a un dólar norteamericano y culminó en el Big Bang casi terminal de 2001-02, con un estallido social inédito, derramamientos de sangre, el desfile de cinco presidentes desconcertados en un mes y una devaluación que cuadruplicó el valor del dólar.
Así, a esta altura del partido, la inflación, para un argentino, se parece menos a una avería de circunstancias que a una condición habitual, casi una segunda naturaleza. O una cultura. Hay cultura inflacionaria como la hay sísmica, o tísica, o ciclónica, que es la categoría a la que ascienden las desgracias cuando pierden su intempestividad y perduran, se instalan, dejan de ser golpes o emergencias y se vuelven estados, climas, moods, hábitats crónicos.
Puro presente
Si la rapidez de reflejos alemana me impactó es, creo, porque lo que la inflación problematiza siempre —además de la cuestión puntual del valor de una moneda— es esencialmente la relación que una sociedad tiene con el tiempo. La cultura inflacionaria del Tercer Mundo —generalizo, quizás un poco abusivamente, a partir de dos experiencias emblemáticas como la argentina y la venezolana— es básicamente una cultura de la incredulidad temporal. Si la economía se funda en el crédito y el crédito en el tiempo, en el tiempo como moneda de confianza, es obvio que cuando los precios suben, suben todos los días y suben cada vez más, nadie tiene muchos motivos sensatos para suscribir pactos o acordar plazos, para apostar a nada que presuponga esperas o dilación. (Contradiciendo esa evidencia, muchos argentinos hacen frente a la escalada de precios explotando al máximo los planes de pago de sus tarjetas de crédito, confiando en que las últimas dos o tres cuotas del plan, amortizadas por la inflación, serán casi gratuitas. Realistas, apuestan a lo imposible: usar la inflación para ganarle a la inflación, sin pensar que el precio total fijado por la tarjeta, muy superior al precio de contado, ya incluye y hasta supera los ajustes inflacionarios).
La inflación, aun en sus versiones más moderadas, instaura un trance de emergencia. Esperar agrava la situación, profundiza el daño. Hay que actuar de inmediato. ¡Ya! es la consigna de la cultura inflacionaria, que reduce toda extensión, toda complejidad, todo matiz temporal, al punto acuciante y álgido de un presente puro. Como Descartes, que desconfiaba de todo, sistemática y exhaustivamente, para quedarse solo con la certeza irreductible del pensar, quien vive en la inflación descree a la vez del pasado y el futuro, y descreería también del presente si el presente no fuera el maelstrom que se le impone, que lo engulle y en el que intenta sobrevivir.
La zozobra es comprensible, igual que la sensación de fragilidad y de impotencia. No tenemos acceso al tablero de comandos que rige los procesos inflacionarios, así como no lo tenemos del que desencadena epidemias, guerras, terremotos. Pero ¿en qué consiste exactamente la emergencia inflacionaria? En el goteo que va licuando el valor, y ese presente continuo da la clave de lo dolorosa que es la experiencia de ser contemporáneos del desastre: el desastre sucede mientras hacemos otra cosa, cualquier cosa, respirar, comer, amar, sin intervenir nunca en el desastre; la certidumbre de que, a cada segundo que pasa, el billete que se arruga en el fondo del bolsillo deja de ser lo que es, de valer lo que vale, para ser y valer menos; la conciencia, también en presente, de algo así como una mortalidad del valor, que imprime a la vida el ritmo insoportable de una cuenta regresiva. Menos, un poco menos, cada vez menos…
En 1990, los precios argentinos habían subido un 2.313 por ciento y el país encabezaba por segundo año consecutivo el selecto panteón de las naciones hiperinflacionarias. No eran tiempos de hacer planes o experimentos que involucraran dinero; no al menos para alguien como yo, a quien la lógica descabellada de la economía dejaba perplejo o aterrorizaba. Pero sucede que acababa de comprar un departamento milagrosamente barato —por primera vez entendía, y me tocaba aprovechar, el lugar común tan divulgado según el cual el desastre también es un semillero de oportunidades— y era hora, si quería habitarlo, de ocuparme del estado ruinoso en el que estaba, única razón, además del barrio, poblado de fábricas de ropa a punto de quebrar, bares sin clientes, videoclubes miserables y pequeñas bandas de maleantes en edad escolar, del milagro de su precio. De modo que emprendí una reforma que debía durar dos meses, a lo sumo tres, y la emprendí en plena debacle monetaria, cuando la poca gente que tenía algo de dinero lo gastaba tan pronto lo cobraba, sin vacilar, sin siquiera detenerse a pensar que una vez con el televisor, los cospeles de subterráneo, las latas de atún o los frascos de shampoo en la mano le quedaría poco y nada para hacer frente a lo demás, a todas las obligaciones cuyo precio, mientras tanto, no habría dejado de incrementarse.
Dado que los números que manejan los arquitectos son tan confiables, a veces, como los que barajan los ministros de economía de los países inestables, los dos o tres meses de obra pactados se extendieron a cinco, a seis, como si se hubieran mimetizado con los precios, y la reforma de la casa, que yo había concebido como un proyecto promisorio, entró muy pronto en zonas turbulentas. Por el ritmo galopante de la inflación, los materiales de construcción empezaban a escasear, o bien porque se los llevaban los que habían llegado tarde a las inversiones más corrientes, o bien porque los fabricantes se resistían a ofrecerlos a la venta, convencidos de que el precio al que la coyuntura los obligaba a ponerlos no era el que correspondía, o era más bajo que el que tendrían cinco minutos, dos, uno, treinta segundos más tarde, inexorablemente. A falta de materiales, los obreros tenían cada vez menos que hacer; un gremio demorado frenaba al siguiente, la obra se dilataba y aun así yo me aparecía cada viernes, día de pagos, por el pequeño Belfast de 65 metros cuadrados que seguía siendo mi flamante departamento, apenas distinto de la ruina que yo había comprado por la presencia un poco inquieta de aquella media docena de trabajadores que me esperaban cabizbajos, con las manos en los bolsillos, probablemente arrepentidos de haber dejado su Paraguay, su Bolivia, su Perú natales, por el país en llamas al que se les había ocurrido emigrar en busca de prosperidad. Ahí estaba yo cada viernes, a las tres de la tarde en punto, con la paga semanal, una mochila de lona llena de billetes hasta reventar, tan compacta y dura, ahora que solo contenía dinero verdadero, como el día en que la había comprado, rellena, para poner de relieve su forma y su diseño, de papel de diarios viejos, sin ningún valor.
«Todo huele a plata»
A diferencia de otras calamidades de la economía, tan nefastas, pero mucho más sutiles, la inflación es inmediata, obvia. Sus efectos están a la vista: reflejos, comportamientos, estrategias, rituales, mecanismos de defensa, tics. En un marco de inflación, tendemos a sacarnos el dinero de encima cuanto antes, como si quemara. Nos deshacemos de él porque conservarlo sería perder, pero también porque los fajos de dinero que nos vemos obligados a llevar a cuestas abultan de manera grotesca, como un exocuerpo deforme y perfumado.
Consumimos compulsivamente. Preferimos comprar bienes no perecederos. Si podemos ahorrar, ahorramos siempre en moneda extranjera; nos movemos en el mercado de divisas con la fluidez de los contrabandistas en las fronteras, switcheando del mercado oficial al negro como un políglota de una lengua a otra. Refinamos al máximo los scoutings de consumo, buscando los lugares donde los precios tarden más en actualizarse, las tiendas con mejores ofertas, los barrios más sordos a las primicias funestas de la economía.
(En febrero de 2002, mientras la Argentina ardía, un viejo amigo solía cruzar Buenos Aires de punta a punta buscando botellas de Cuervo Especial Reposado, un tequila que en los años 90, con la convertibilidad, había fluido desde México como el agua y ahora subía día tras día al ritmo trepidante del dólar. Una mañana me llamó desde un barrio recóndito de la ciudad, eufórico, para ofrecerme compartir la compra de dos cajas que había encontrado cubiertas de polvo, a un precio ridículo, en una especie de almacén cuyos dueños, una pareja de octogenarios españoles absolutamente exhaustos, llevaban meses sin ajustar sus precios a la escalada del dólar).
Gastamos (porque la palabra «invertir» sería una exageración) en las mercancías de primera necesidad que más aumentan. (Algunas —el aceite, el atún en lata— pasan de consumos cotidianos a gemas y se hacen acreedoras a un trato preferencial en los supermercados, que les adosan una alarma y las exhiben cerca de las cajas, donde resulta más difícil robarlas).
El dinero se vuelve flagrante, casi una obscenidad; dinero explícito, como se habla de sexo explícito a propósito del porno. La vida con inflación es el reino absoluto del cash. Cualquier otra forma monetaria —tarjetas de crédito, cheques, transferencias— presupone tiempo y confianza, y tiempo y confianza es lo primero que la inflación liquida. Los billetes se multiplican. Como pierden valor a cada segundo, ya no se los llama por su denominación, que no significa nada, sino por su color, o por el retrato que los ilustra, o por alguno de los apodos más o menos irónicos que les endilga el argot callejero. Las cosas ya no cuestan X pesos sino «dos rojos y un verde», «tres rojos», «dos marrones, un verde y un azul»: la estabilidad que el valor ha perdido sobrevive en el pantone del papel moneda. Pantalones, sacos, billeteras, carteras (incluso esas largas vainas con cierre, ideales para llevar la plata en la cintura, pegada al cuerpo, que popularizó el turismo y ahora vuelven a ponerse de moda): todo lo que tenga bolsillos se deforma, modelado por los fajos de dinero en efectivo. La ropa, las manos, las yemas de los dedos: todo huele a plata.
La moneda, pilar de la economía como ideal de equilibrio, se convierte en el motor frenético de un delirio que lo invade y lo parodia todo. Es el pan mismo de la locura; a tal punto que en el Fausto de Goethe, cuando Mefistófeles propone al Emperador sacar al reino de la ruina imprimiendo «papeles pintados con la efigie de su rostro y su firma», el único que desconfía de esos «billetes mágicos» es un súbdito loco. Zweig cuenta que en la Alemania de 1923 (35.874,9 por ciento de inflación solo en noviembre), el dinero se llevaba en carretillas y los billetes chicos se usaban para alimentar la calefacción, o como relleno térmico para los abrigos de invierno. Mendigos desdeñosos arrojaban a las zanjas los billetes de cien mil marcos que dos semanas antes viajaban en camiones del Reichsbank a los bancos privados. Reparar una ventana rota costaba más de lo que la casa entera un mes atrás; un libro, más que la imprenta donde se imprimía, incluidas sus cien prensas. En la crisis hiperinflacionaria de 2007-8, el banco central de Zimbabue se quedó literalmente sin tinta y sin papel: la necesidad de moneda era tal que no daba tiempo a secar los billetes, que llegaban húmedos a los bancos. En Argentina los precios, cuando se marcan, se marcan con tiza, lo que hace más sencillo corregirlos. Ya no se compran alimentos por unidad. Ya no se dice: «Deme medio kilo de carne». Se dice: «Deme 500 pesos de carne»: porque ése es el dinero que se tiene para gastar, pero también porque ya es imposible saber a priori cuánto cuesta la carne. A la pregunta «¿cuánto cuesta?», se responde: «100. ¡Precio de hoy!».
Pero esta cartera de conductas pintorescas, incluso cómicas, no retrata sino la cara exterior de la vida bajo la inflación. El verdadero mindset inflacionario es introspectivo, silencioso, y suele tener la lógica diabólica de una máquina especulativa sin freno, que opera 24/7 a máxima velocidad y sólo da por sentada una evidencia: la de que, por mucho que se apure, piense lo que piense, la inflación la derrotará. Prever, planear, programar: víctima de un presente despótico, tan desequilibrado como inexorable, toda práctica de anticipación es desalojada por su ersatz cruel: el cálculo. O más bien el recálculo, en la medida en que los ajustes constantes de precios obligan siempre a rever, revisar, corregir lo que ya se había calculado, volver a contar lo ya contado, en un ejercicio de rectificación compulsivo e inútil. Es una suerte de insomnio insaciable, agotador: reorganizar presupuestos, reestablecer prioridades, sincronizar —epopeya imposible— el eje de los ingresos con el de los precios, nunca tan divergentes como en el trance inflacionario.
En rigor, la discrepancia más letal, más alienante, no es tanto entre el dinero con el que se cuenta y el dinero que cuestan las cosas, no es entre dos flujos, dos fuerzas que idealmente, en condiciones económicas más razonables (aunque difícilmente «justas»), deberían encontrar alguna proporción. No es una discrepancia externa sino interna, que opera en el interior mismo de la moneda. Es el dinero mismo (o su «imagen») el que se escinde y se aliena, el que bifurca su ser en dos líneas paralelas pero discordantes. Millonario, palabra-maná que condensa las fantasías más clásicas suscitadas por el dinero, podría servir de contraseña de acceso a ese cortocircuito radical que la inflación produce en el imaginario social del dinero y la riqueza.
Informante casual, un editor alemán experimentado me confiesa no haber sentido el impacto del rebrote inflacionario de 2022. No es rico, pero la casa en la que vive es suya y los alimentos que consume, todos orgánicos, ya eran caros antes de que los precios subieran. Tampoco cree que el fantasma de Weimar haya cruzado por la cabeza de nadie que tenga hoy menos de 70. Ni siquiera cruzó por la de él, que franqueó ese umbral hace rato y no tiene, por supuesto, recuerdo alguno de los años 20, aunque sí del día en que, hurgando entre papeles familiares, descubrió el billete de 50 mil millones de marcos de 1923 con el que su abuelo, si no hubiera decidido atesorarlo, habría podido comprar entonces 750 gramos de carne, y que hoy se consigue en internet por 9 euros. Las cifras de la locura: medio kilo de pan costaba entonces 3 mil millones, un vaso de cerveza 4 mil millones. El dólar norteamericano, que en 1914 estaba en 4 marcos, en 1923 costaba entre 4.5 y 6 mil millones. Por cien dólares se podían comprar hileras de casas de seis pisos en la Kurfürstendamm, y fábricas enteras por el equivalente antiguo de una carretilla. Zweig, que acababa de terminar un libro en el que había trabajado durante un año, quiso protegerse de la inflación y le pidió a su editor un anticipo de regalías por diez mil ejemplares. Cuando le depositaron el cheque, el dinero apenas pagaba el franqueo que había puesto en el paquete una semana antes.
El cero al poder
Debemos a la inflación —en su doble sentido, económico y cósmico— el retorno triunfal de este número inquietante: el cero. ¿Cómo representarse hoy, cuando el cajero del supermercado escruta con desconfianza el billete de 100 euros que le entregamos temblando, la efusión que inundaba de ceros la vida cotidiana de la República de Weimar, la que inunda todos los días la de Argentina o Venezuela? Además de hiperinflaciones y masas cósmicas, pensamos en el poder multiplicador del cero y pensamos en deudas externas, cifras de facturación de megacorporaciones, patrimonios de trillonarios, seguidores de influencers, siempre sintetizados, significativamente, por esas púdicas K que nos escamotean el desenfreno masivo.
Pensamos quizá en el mercado del arte contemporáneo… Porque solo el mercado de arte contemporáneo ha conseguido naturalizar, no sin resistencias, el hecho bastante portentoso de que toda esa legión de ceros se encolumne detrás de una sola unidad, un bien, una obra, un cuadro, una escultura. Esa esa relación 1/1 millón, 1/100 millones, 1/1000 millones, tan propia de la experiencia inflacionaria, lo que reaparece cada vez que Sotheby’s o Christie’s patean el tablero con alguna de sus pasmosas superventas. Aunque en el caso del arte es la arbitrariedad relativa de los montos, antes que los montos mismos, lo que deja siempre un poco atónito; el hecho de que los 450 millones de dólares pagados en 2017 por el Salvator Mundi de Leonardo (hoy equivalentes a 537 millones) podrían perfectamente ser 6 mil millones, o sesenta, o seis, y ninguno de estos precios alternativos volvería más razonable o transparente la lógica del mercado que los hace posibles.
Bajo la inflación —un poco como se dice en inglés under the influence—, ese contacto con las magnitudes extremas se vuelve inmediatamente cuantitativo. Es cierto que, veloz como es, y sobre todo por el ritmo exponencial con el que crece, se resiste a toda contabilidad, pero en el hecho de que teóricamente se lo podría contar reside quizás uno de sus más extraños atractivos, esa especie de inefabilidad enumerable, como si los vértigos de la experiencia mística, de pronto, abrazaran el orden de lo computable. Y quizá esa sea también la razón más oscura —es decir, más refractaria al sentido común— por la cual, en situaciones de inflación, la reacción más espontánea, más pulsional, digamos, sea el gasto. Se gasta para detener, aunque más no sea por un instante, la hemorragia que desangra el valor de una moneda. Pero se gasta también para formar parte, para fundirse de algún modo con esa vorágine de fuga y expansión que se lo traga todo. De ahí tal vez la atmósfera extrañamente festiva, como de potlatch demencial, que parece imperar en los trances hiperinflacionarios, cuando gastar es mimar la ultravoracidad con que la inflación erosiona la moneda.
Gastar, en ese sentido, es un perder que se anticipa —y en cierto sentido anula, al menos en términos imaginarios— a la perdición que se nos impone desde afuera. Por ilusoria que sea, perder es ahora una decisión, no una condena o un destino. Gastar es el primer y último recurso que nos queda antes de la pérdida total, más allá de la cual espera el cero. O quizás el juego, otra transfiguración antropológica, à la Bataille, del gasto. Privada de valor, es decir de sentido, la moneda queda «suelta», libre, y es como si cambiara de régimen: se vuelve gratuita, pasa de la esfera de la economía a un orden radicalmente otro, de lo puramente lúdico o, quién sabe, del arte. Una conocida foto de 1923 muestra a un grupo de niños armando una pirámide con ladrillos de billetes desangrados por la hiperinflación. Los precoces arquitectos parecen estar muy entretenidos, bastante más, en todo caso, que el señor —seguramente un contemporáneo— que en otra imagen de la época se afana por empapelar la pared de su casa con billetes de diez marcos. Las fotos son serenas, quietas, se diría incluso que posadas: no parecen snapshots urgentes de una encrucijada económica dramática sino tableaux vivants, retratos meditados de performances. Lo que se nos muestra, en ambos casos, es la vida que le queda a la moneda una vez que la ha carcomido la inflación, cuando su valor de cambio ha sido destituido por valores de uso imprevistos: una vida estética.
«Yes, You Should Worry About Inflation»
Algo se expande mil millones de veces en una billonésima de segundo y el universo se hace. El fenómeno es difícil de representar. Nos cuesta incluso intuirlo en las figuraciones un poco psicodélicas —vórtices, espirales multicolores, manchas, vórtices estelares— que el telescopio James Webb y otros adelantados de la ciencia cosmológica repatrian de tanto en tanto de las regiones del espacio-tiempo que vigilan. Familiarizados con los efectos devastadores de la inflación terrenal, hermana prosaica de la cósmica, lo que nos resulta difícil, en realidad, es admitir que de la confabulación de esas dos series billonarias pueda salir algo, que algo pueda nacer, que esa conflagración de máximos —máxima velocidad, máximo incremento— pueda, efectivamente, crear.
Y sobre todo crear un Universo. Figuras de poder, quizás: por ejemplo, líderes fuertes ungidos con la misión de sanear el capitalismo de los lastres del Estado de bienestar. Ronald Reagan llegó a la Casa Blanca en 1981, luego de diez años de inflación; Margaret Thatcher asumió en 1983, tras el «invierno del descontento», tres años después de que los precios ingleses treparan un 25 por ciento en un año. Ahora mismo, mientras pongo a punto estas páginas, la Argentina, el país del que vengo, quinta inflación actual del planeta, acaba de consagrar en la última elección presidencial a un candidato de extrema derecha, ultraliberal, pro-life, partidario de reducir el Estado a la máquina represiva que sin duda necesitará para llevar a cabo sin obstáculos su programa «libertario».
Una figura novedosa para la política argentina: 50 años atrás, los hooligans de este tipo de fe vestían uniforme militar, daban golpes de Estado, exterminaban personas en masa y llevaban el país a la guerra y la ruina en tiempo récord. De modo que sí, es tentador pensar que hay alguna relación entre los padecimientos inflacionarios sostenidos y ciertos giros económicos y políticos reaccionarios. Y en esto, una vez más, Alemania tiene algo que aportar. Después de todo, ¿no se suele culpar a la Weimar hiperinflacionaria de los años veinte del surgimiento del nazismo? «Nada envenenó tanto al pueblo alemán», escribía Zweig en El mundo de ayer, «nada ascendió tanto su odio y lo maduró tanto para el advenimiento de Hitler como la inflación. Porque la guerra, por horrible que hubiera sido, también había dado horas de júbilo con sus repiques de campanas y sus fanfarrias de victoria. Y como nación irremisiblemente militar, Alemania se sentía fortalecida en su orgullo por las victorias provisionales, mientras que con la inflación sólo se sentía ensuciada, engañada y envilecida; una generación entera no olvidó ni perdonó a la República Alemana aquellos años y prefirió llamar de nuevo a sus carniceros».
Aquí en la tierra, hasta donde sabemos, la inflación produce inestabilidad y pobreza, agudiza las desigualdades, restringe al máximo las posibilidades de futuro, enturbia las coordenadas de la vida cotidiana, resquebraja la cohesión social, incrementa el estrés, desgasta, multiplica desalientos y escepticismos. Un repertorio de daños variado y funesto, aunque no lo suficiente para que la condena de la inflación haya sido siempre todo lo consensuada que se esperaría que fuera. La izquierda, por ejemplo, siempre prefirió tener «un poco de inflación» a tener desempleo, verdadero enemigo número uno, según ella, de la economía. (Otro motivo de esa preferencia es que la inflación reduce el valor real de las deudas, lo que explica por qué los acreedores la odian tanto, por qué reclaman siempre que se acabe con ella a toda costa). Por su parte, la derecha denuncia la nonchalance progresista poniendo al desnudo el vicio que escondería: la manía de imprimir moneda para sostener el gasto público. El fiscalismo de cuño neoliberal insiste con que el origen de la inflación es el déficit fiscal, y que el único remedio es el ajuste y el recorte drástico del gasto.
Desde la vereda de enfrente replican que la inflación es un fenómeno pluricausal, en el que la concentración monopólica y la codicia corporativa juegan un papel importante, y que a menudo el pánico a la inflación es más dañino que la inflación misma. Lo cierto es que hoy hasta la izquierda más fibrosa enarca las cejas ante la escalada de precios. Un síntoma son los veinticinco artículos que la revista Jacobin, órgano de la nueva izquierda norteamericana, dedicó en los últimos dos años (desde la primavera de 2021, comienzo del rebrote) a un problema que normalmente habría descalificado como una alarma típica de élites económicas. Uno de los artículos, «Yes, You Should Worry About Inflation», se lee prácticamente como un manifiesto y parece poner fin al largo, sarcástico descuido que la inflación mereció de la tradición progresista.
Bajo la inflación
¿Hay una salida para la inflación? Alan Guth dice que sí, y se atreve a hablar incluso de una «salida elegante» (graceful exit): la inflación (la expansión) se detiene, y el universo sigue expandiéndose y enfriándose, pero a una módica fracción del fulminante ritmo inicial. Una vez más, todo es cuestión de tiempo. Como lo insinúa la lista de antecedentes macabros que mencionaba antes, la situación parece menos promisoria —y menos elegante, sin duda— en el mundo de necesidades, bienes, precios y dinero en el que nuestros cuerpos nos condenan por ahora a movernos. Suena triste, pero quizá la versión cósmica de la inflación tenga poco que aportar a la versión económica: apenas el glamour de un parentesco falso; a lo sumo, el premio consuelo de saber que el flagelo que nos arruina la vida comparte algo —el nombre, el gusto por la hubris y los movimientos extremos, una pasión inmoderada por los ceros— con el proceso fabuloso que la engendró. Aunque quizá la sangre falsa que liga la expansión inaugural del cosmos con el galope desbocado del precio del pan sea también pariente de la que corre por las venas de fenómenos como las migraciones, la viralización, las metástasis, la propagación de likes y de followers, el incremento exponencial del tiempo que pasamos pegados al celular, todos susceptibles de entrar en la categoría canettiana de «fenómenos de masa», y que acaso configuren, más que una familia apócrifa, algo así como un paradigma: el paradigma inflacionario.
Vivir en inflación, como se vive hoy en Venezuela, Sudán o Argentina, es vivir en el paradigma inflacionario. La inflación no es una circunstancia; es un elemento vital, un Umwelt, del que los montones de billetes exánimes, la tiza que remarca los precios cada dos horas, el susurro lujurioso con que el dealer vocea en la calle el precio del dólar negro, las colas frente a las estaciones de servicio, la escasez en los supermercados, son a la vez los íconos, los actores, el setting, los props y el libreto. Puede que la hecatombe Weimar —contrariando al editor que aceptó oficiarme de informante— no se haya ido del todo con la generación que la sufrió, y que el borde menos cicatrizado de su huella vuelva a enrojecer cada vez que los precios empiezan a desperezarse. Puede, también, que el espectro de las turbulencias inflacionarias de los 70 siga latente en algún pliegue del imaginario monetarista-fiscalista norteamericano. Pero la inflación como trauma, nociva como es, tiene los límites de los episodios excepcionales, que quedan aislados, como acotados por las coyunturas que los explican (las reparaciones de guerra en los años 20, el gasto de la guerra de Vietnam en los 70, la sobreinyección demencial de dinero para afrontar la crisis de la pandemia y la guerra ruso-ucraniana a partir de 2021-22), siempre de algún modo exteriores a las economías que afligen. De ahí quizá la inmediatez, la organización, la limpieza de la reacción que suscitan, activadas todas por la silueta perfectamente reconocible del agente perturbador. El modelo aquí es la guerra, cuyas causas, siempre complejas y plurales, las narrativas oficiales suelen reducir a una sola, la más cómoda: un enemigo externo que agrede.
Cuando la inflación se vuelve crónica, en cambio, el modelo evoca una de las «soluciones» posibles de las situaciones bélicas: la ocupación. La violencia se naturaliza, la hostilidad convive con la tolerancia, la frontera entre el bien y el mal pierde nitidez. Como los ejércitos de ocupación, la inflación prolongada deja de ser un simple invasor a expulsar y se convierte en un huésped forzoso que hay que aceptar y con el que debemos convivir, aunque sea un convidado de piedra, sus modales dejen mucho que desear y no tenga la mejor de las intenciones para con nosotros. Nadie (casi nadie) lo quiere; si fuéramos realmente libres no dudaríamos en echarlo a la calle. Pero —como en esos prodigios de romanticismo vampírico que son las relaciones parasitarias— ya no estamos tan seguros de saber dónde empieza él, que nos devora, y dónde terminamos nosotros, sus devorados.
Huyendo del nazismo —serpiente, según él, nacida de la hiperinflación weimariana—, Zweig boyó durante un tiempo por los restos de la Europa libre hasta que, aprovechando una tournée de conferencias por América del sur, cruzó el océano y recaló en Brasil —«país de futuro», como lo bautizó en uno de sus últimos libros—, donde se suicidaría en 1941, atormentado por la obsesión de que los nazis terminarían apoderándose de todo el planeta. «Si en alguna parte de la tierra existe el paraíso terrenal, escribió (citando nada menos que a Américo Vespucio), «no podría estar muy lejos de aquí». Más de medio siglo después, en 1996, ese paraíso fue uno de los tres casos elegidos por Robert J. Shiller para Why Do People Dislike Inflation?, un sondeo sobre el modo en que distintas sociedades experimentaban los fenómenos inflacionarios. Los otros dos casos eran Estados Unidos y Alemania. Las razones del casting: USA y Alemania eran naciones famosas por su aversión visceral a la inflación, a la que culpaban a priori, independientemente de marcos y coyunturas específicos, de la caída del poder adquisitivo, la erosión del estándar de vida y la pérdida de competitividad internacional. Brasil, por su parte, venía de estabilizar sus precios después de dos décadas (1974-94) de inflación constante, con un pico hiperinflacionario del 2500 % en 1993. La primera revelación del estudio era que, a la hora de hablar de la inflación, Brasil, la oveja negra del trío, sonaba mucho menos alarmada que sus compañeros de encuesta, menos proclive a pensar que la inflación generaba caos político y económico, menos temerosa de que perjudicara el crecimiento económico y la competitividad internacional del país, y más dispuesta a preferirla en caso de que sirviera para reducir el desempleo. La segunda, que la «posición brasileña», difícil de asimilar para una ortodoxia monetarista —salvo como síntoma de la clásica «irresponsabilidad latinoamericana»—, no difería demasiado de la de la mayoría de los encuestados jóvenes de Estados Unidos y Alemania, lo que parecía indicar que, en materia de inflación, las diferencias intergeneracionales eran más significativas que las internacionales. (Devolviéndole la razón a mi editor-informante, el estudio observaba que, en USA y Alemania, los únicos realmente preocupados por la inflación eran los nacidos antes de 1940).
Juventud kamikaze
Han pasado casi treinta años del sondeo Schiller, treinta largos años de un tiempo más out of joints que nunca, y nada indica que repetirlo hoy sería repetir los resultados originales; entre otras cosas porque los jóvenes de 2023 —jóvenes pospandemia, jóvenes psicofarmacologizados, jóvenes crisis climática, jóvenes digitalizados, jóvenes catástrofe ambiental, jóvenes precarizados, jóvenes no future, pero menos por disidencia rabiosa que por depresión— parecen ser criaturas bastante más traumatizadas y frágiles que sus antecesores de los 90. Y, sin embargo, algunas preguntas sobreentendidas por el estudio revolotean todavía en el aire. En efecto, ¿cómo tomar la despreocupación brasileña? ¿Como causal de inflación —es decir como culpabilidad—, que es la tesis implícita en el estudio? ¿O, al revés, como reacción de adaptación o aun de sobreadaptación, suerte de modus operandi empírico a ultranza, fundado menos en principios u ortodoxias que en la dinámica de un entramado complejo, multifacético, del que los indicadores económicos son sólo una variable, no necesariamente la más importante?
¿Y si vivir en inflación fuera finalmente eso: una experiencia de alto impacto, volátil, vertiginosa, cien por ciento absorbente, que nos obliga 24/7 al ejercicio excitante de ser recalcitrantemente jóvenes? ¿Y si el inflatón encarnara en el fondo el élan vital atropellado, arrollador, ciego, de una cierta juventud? Pocas cosas me irritan más que el biologismo, esa facilidad de usar el modelo de la evolución orgánica para reducir fenómenos de orden social, cultural, económico, político, al formato moral de fábulas de crecimiento, apogeo, madurez y declinación: movimientos que nacen, sociedades enfermas, artes que mueren, identidades en descomposición. Y sin embargo… Nací y viví 60 años en Buenos Aires, Argentina. Pasé allí la violencia extrema de los años 70, el terrorismo de Estado con la dictadura militar de 1976-83, tres hiperinflaciones, el cataclismo integral de 2001-02. Jamás quise irme. Jamás, hasta que sentí que ya no tenía edad, ya no me quedaban inflatones para surfear esas olas sin ahogarme. De modo que a los 60 hice la valija y dejé el país de las cifras de la locura y lo cambié por Alemania, por Berlín, buscando la protección, el sosiego, hasta el tedio de una vida donde el tiempo y la confianza —la confianza en el tiempo, es decir el crédito, es decir la economía— tuvieran todavía algún sentido, aunque más no fuera el de garantizar una dosis razonable de sosiego y de tedio. En rigor, no buscaba algo muy distinto —en una modestísima escala personal— que la combinación de expansión enfriada y slow motion con que el universo, según Guth y sus huestes, había salido elegantemente de la inflación cósmica. Los encontré. Los encontré y ni siquiera tuve miedo de perderlos cuando esa mañana de fines de febrero de 2022 volví del Edeka sin mi aceite, mi pasta y mi papel higiénico, y tampoco una semana después, cuando, cenando en casa de amigos, me descubrí con la nariz roja de frío, enrollándome la bufanda al cuello, y tampoco más tarde, cuando la palabra inflación, casi extranjera de tan inusual, estuvo por primera vez en décadas en boca de todos. Como a cualquiera, me molesta que los precios cambien, y sobre todo que cambien siempre en el mismo sentido, hacia arriba, y aun aquí, enfriado, ralentizado, algo en mí sigue creyendo en esa ley —tan presente también entre los encuestados alemanes, según el informe Schiller— que dice que, una vez que empieza, la inflación no se detiene.
Pero sonrío, acaso reconfortado por las supersticiones de la estabilidad alemana. Me digo que aquí la inflación es un fenómeno anual —no diario, no de hora en hora—, y que esa duración licuará sus efectos tanto como el valor de mi dinero. Tengo tiempo. Es todo lo que se puede tener, la única moneda valiosa. Solo dejo de sonreír —lo que sucede con cierta perturbadora frecuencia, últimamente— y me pongo de pie de un salto, con una energía que no viene de los músculos, cada vez que recibo señales de vida del país del que me fui, cifras, porcentajes, aumentos, récords, el tam tam oscuro de esa especie de juventud kamikaze que me llama, que me llama otra vez, que nunca dejará de llamarme. Yo resisto, por el momento. Vuelvo a sentarme y reanudo el ejercicio en el que estaba cuando me interrumpieron los tambores oscuros de la patria. Lo descubrí hace poco, medio por casualidad, contándole a un niño alemán —hijo de una de las parejas de amigos que optaron por renunciar a la calefacción— qué imágenes tenían impresas los billetes argentinos y cómo —en un rapto de revisionismo saludable— habíamos pasado de los próceres de la historia, siempre cejijuntos y malhumorados, a la simpatía despreocupada de una serie de embajadores de nuestra fauna y flora autóctonas. Aunque fue él quien me la pidió, el niño se desentendió muy pronto de la explicación, distraído por alguna minucia atractiva.
Esa noche, puede que por despecho, me puse a rastrear billetes argentinos en internet. Necesitaba ver esas imágenes familiares que maestras y maestros muy mal pagos, bajo techos a punto de desmoronarse, usaban a veces para enseñar la historia y la botánica y la zoología nacionales a chicos soñolientos. Necesitaba volver a verlas pero no sabía por qué, un poco como a veces algo que no reconocemos del todo, el jirón de un sueño, por ejemplo, nos insta a desempolvar un álbum de fotos de familia. Estaban, aunque no exactamente donde las buscaba. Alguien —¿un cínico, un filántropo desquiciado, un nuevo tipo de especulador?— vendía dinero argentino. Dos billetes de mil pesos de 2020 (dos «naranjas»), con el grabado de un hornero, pájaro nacional, en una cara, y en la otra, contra un horizonte de Pampa, su bello nido encajado en el ángulo de un árbol. Dos billetes de mil pesos por 23 euros. Nada mal, pensé, teniendo en cuenta que en el mercado negro, al menos hasta diciembre pasado, el euro cotizaba 1066 pesos para la venta y 1013 para la compra (casi siete veces más que ocho meses antes). Hice cuentas. Imaginé —fue sólo un flash, muy intenso, muy de comedia— las flotas de camiones descargando bolsas y bolsas y bolsas de dinero ante la sede central de ebay kleinanzeigen, o la lenta, sigilosa, tenaz infiltración de lotes de billetes argentinos en la plataforma, toda una masa monetaria ansiosa por encontrar redención. En eso estoy desde entonces, haciendo cuentas mientras me mantengo alerta, al acecho. La oferta no estaba mal, pero quizá pueda mejorarse.