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The Place of ShellsMai Ishizawaübers. v. Polly Barton (Japanisch–Englisch)
New Directionsfeb. 2025 15.95 $ 160 S.

Sólo los afortunados que han tenido la oportunidad de vivirlo saben cuán lleno de sensaciones intensísimas y de estímulos está el verano en Alemania: la luz, los olores, el zumbido de las abejas y de los coches, las risas que salen de las ventanas abiertas y de los jardines entre las casas, las flores que estallan en la superficie de un parche de tierra que hace sólo unas semanas parecía muerto… El verano alemán —que los habitantes del país malgastan volando a Canarias y a Mallorca— no es la continuación lógica de la primavera, siempre demasiado breve, sino una perturbación, un cambio de planes, un acontecimiento inesperado que es esperado con impaciencia por todos durante todo el año.

El verano de El lugar de las conchas, sin embargo, es ligeramente distinto: es el de 2020, cuando otro imprevisto perfectamente previsible —una epidemia planetaria derivada de la acción perturbadora del ser humano sobre el mundo físico— ha provocado cambios radicales en la percepción del espacio y, en consecuencia, del tiempo: el primero se encoge con el confinamiento, el segundo se alarga incomprensiblemente, y las personas llevan máscaras, los rostros permanecen parcialmente ocultos y las voces parecen provenir de un lugar lejano. La voz de la narradora de esta novela también procede de un lugar así, y esto forma parte de su evidente encanto. Cuando Nomiya, un antiguo compañero de universidad en Japón, se materializa en el pasillo de la estación de trenes de Gotinga, la joven que narra este libro se enfrenta a una nueva dimensión del tiempo: su amigo lleva muerto nueve años.

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Nomiya, cuyo «cuerpo aún no se había encontrado, y sin embargo aquí estaba, en Gotinga», es una de las miles de víctimas de la enorme ola que barrió la costa este de Japón tras el terremoto del viernes 11 de marzo de 2011. La narradora se pregunta si su aparición significa que pronto recuperarán su cuerpo; pero la pregunta sigue sin respuesta al final del libro, cuando ya es evidente que el regreso de Nomiya a la vida es parte de una serie más amplia de milagros.

No hay progresión narrativa, sin embargo, ni esfuerzo alguno por crear tensión narrativa de forma convencional: en esta novela, todo lo importante sucede en los inmensos «espacios entre palabras» que la componen, así como en el transcurso de unas semanas en las que no sabemos hasta qué punto Nomiya sabe que es el protagonista, o uno de los protagonistas, de una historia de fantasmas.

Planetas

Un pequeño monumento se materializa y desmaterializa alternativamente en el linde del bosque y su nombre es el del dios romano del inframundo. Los habitantes de Gotinga que cayeron durante las guerras mundiales vuelven a sus recorridos diarios. Un perro desentierra objetos pertenecientes a habitantes de la ciudad vivos y muertos, que comienzan a reclamarlos. El humo de la quema de libros en una plaza en 1933 vuelve a elevarse en el aire. El físico y escritor japonés Torahiko Terada, que vivió en Gotinga hacia 1910, se convierte en el anfitrión de Nomiya, pero parece saber tanto como él sobre el motivo de su regreso. A la narradora le crecen dientes en la espalda.

Todos ellos —los dientes, un manto, dos pechos en una bandeja, el cordero con la nariz rota que arrastra consigo una niña, la efigie de Plutón— funcionan aquí como los atributos de los santos medievales: otorgan identidad a los personajes a cambio de que esa identidad se articule en torno a una experiencia dolorosa y a su duelo. «¿Cómo llevar con nosotros, al otro lado del tiempo, el recuerdo de los desaparecidos? ¿Era cuestión de trazar sus contornos en nuestra memoria una y otra vez hasta que sus nombres acabaran por borrarse, por olvidarse?», se pregunta la narradora. De cómo respondemos a esta pregunta depende que los muertos «hagan su trabajo» en nosotros, como postula la ensayista belga Vinciane Despret en uno de sus mejores libros.

Para la narradora del de Mai Ishizawa, ese trabajo es la resolución de un enigma. La aparición de Nomiya provoca la rematerialización del miembro fantasma, pero esta recuperación de lo perdido no supone la superación de la angustia causada por la pérdida, por lo que tanto Nomiya como su amiga deben encontrar la manera de habitar el tiempo y el espacio cuya dislocación ha sido causada tanto por la epidemia y el encierro como por la tarea pendiente del duelo por las pérdidas presentes y pasadas.

The Place of Shells es una novela sobre ese enigma y esta tarea. También trata de «cómo la memoria se abre camino a través del mundo natural», y de cómo ese mundo natural, y sus catástrofes, tanto naturales como provocadas, se convierten en parte de nuestros cuerpos, como atributos o no, y nos sumen en la parálisis y la perplejidad porque su voz, que nos pertenece, habla en un lenguaje que nos es desconocido. Traducido del japonés con gran elegancia por Polly Barton, lo que este libro propone es un reencantamiento del mundo mediante la abolición de los pares opuestos de dudosa eficacia con los que solemos pensarlo: natural y artificial, vivo y muerto, animal y humano, verdadero y falso, pasado y presente.

Es una novela de ideas —otra categoría discutible, puesto que, en realidad, no hay novelas sin ideas—, pero su principal atractivo reside en la extraordinaria capacidad de su autora para transmitir impresiones y sensaciones con gran precisión y elegancia: el «ruido sordo» de un cuchillo al golpear la tabla de cortar, la «corteza firme y dorada» de un pastel, la luz creando «dibujos que se hunden hasta el fondo» de un estanque lleno de agua de mar. Hay que acercarse mucho a él para entender este libro y las motivaciones de sus personajes, que son como planetas lejanos con órbitas predecibles pero imposibles de descifrar a simple vista. Son su atención al detalle y los destellos de una emoción compartida los que hacen atractivo este libro, que es tan gratificante por ellos como por la memoria fotográfica de su autora y el amor con el que ésta narra una ciudad como Gotinga, que a menudo da a sus habitantes mucho más de lo que estos piden.

Visitas

Un prejuicio extendido —y, por lo tanto, ya incuestionable— atribuye a la educación alemana una calidad suprema, y a las ciudades universitarias de ese país, un supremo aburrimiento; pero existen buenas razones para creer que, siendo a menudo muy buena, la enseñanza en ese país no es mejor que la de algunos otros: en cuanto a las segundas, no se necesita más que un estudiante extranjero para dar en ellas con todo el interés del que supuestamente carecen.

Para el que yo era en marzo de 2000, ese interés era inagotable. Una tienda de discos. Un supermercado. El hospital en el que terminé después de permanecer despierto una semana. Los pasillos de la universidad. Un jardín. Un cementerio. Todas esas cosas existían en Göttingen del mismo modo en que lo hacían en el país que yo acababa de abandonar, pero tenían otros nombres y estaban desprendidos de las funciones que habían tenido en el lugar del que yo venía. Yo también iba a tener otro nombre, en cuanto hubiera encontrado la manera de abrazar toda esa otredad y hacerla mía: ese nombre iba a ser el que me habían puesto mis padres unos veinticuatro años antes, pero a partir de cierto momento iba a servir para llamar a una persona distinta, que había ido a Göttingen en procura de algo y había encontrado mucho más de lo que había ido a buscar.

La última vez que eché un vistazo todo seguía allí, exactamente igual que en esta novela: la estación de trenes, el camino donde hace tiempo se alzaban las murallas de la ciudad, las bicicletas enredadas bajo el sol, la senda planetaria, la librería, la tienda de pianos, la iglesia de Santiago, la espaciosa biblioteca.

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