Hachas sí, sierras y serruchos también, pero no hay rastros de motosierras en el cine hasta 1974, el año en que Tobe Hopper le confió a una el papel protagónico de The Texas Chainsaw Massacre. La herramienta, una Poulan 306a, con su inconfundible cubierta verde loro, se hizo célebre de la noche a la mañana, igual que el género de terror que Hopper acababa de inaugurar, a la vez truculento y social, y casi más que Leatherface, el bamboleante necrófago de máscara y delantal que la usaba para despedazar cadáveres, regando de sangre el áspero suelo del midwest americano. Vista hoy, la película conserva intacta su insania gratuita, sin móviles ni fines, y sobre todo su naturalismo desquiciado, a mitad de camino entre el basural lumpen y la sala de lobotomías. Aun con la larga secuela de avatares cinematográficos que engendró, la motosierra sigue siendo tan excéntrica y perturbadora como hace 50 años.

Se podría pensar que el genio retorcido de Hopper consistió en el uso detourné que le dio a la herramienta, importándola de una región más o menos «indolora» (la industria forestal) para aplicarla a otra más bien íntima y sensible: el cuerpo, la carne humanas. En rigor, lo que Hopper hizo fue devolver el aparejo a su campo original, el arte de la cirugía, donde los dos médicos escoceses que lo habían inventado —pleno siglo XVIII— lo usaban para llevar a cabo toda clase de brutalidades, incluidas las sinfisiotomías, una intervención obstétrica muy pronto caída en desuso por su crueldad. Cierta vez, cuando le preguntaron cómo se le había ocurrido la idea, Hopper contestó que estaba en una gran tienda llena de gente, un poco agobiado, y que pensó que una motosierra sería útil para abrirse paso cómodamente entre la multitud.

En 2023, cuando Javier Milei la eligió como logotipo de su campaña electoral, la motosierra ya no cargaba con el espesor macabro que tanto hizo por encumbrar al gore en el horizonte del terror cinematográfico. Era una estampa sin relieve, un estereotipo: pura carne de meme. Pero era el signo ideal, a la vez risueño y eficaz, para ilustrar el propósito con el que Milei, un recién llegado a la política de primera liga, pretendía abrirse paso entre sus competidores y acceder a la presidencia de la Argentina. Hay que decir que le fue bien, tan bien o mejor que a Leatherface: Milei llegó a presidente sin derramar una sola de las gotas de sangre que derramaron Leatherface (en la ficción aterradora de Hopper) y la junta militar de Videla & Cía (en la aterradora historia argentina), que para aplicar un plan económico muy parecido al de Milei necesitaron dar un golpe de Estado y hacer desaparecer a 30 mil personas. El «loco de la motosierra» (como le gustaba bautizarse al Milei en campaña, fiel al título argentino de la película de Hopper) llegó a presidente votado —en un ballotage— por el 56 por ciento de los votantes.

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